SPQR; Mary Berad, p. 342
Lo curioso de las residencias de
la élite romana, tanto las de los senadores de Roma como las de los peces
gordos locales de fuera de Roma, es que no eran casas privadas desde un punto
de vista moderno; no (o no solo) eran un lugar para escapar de la mirada del
público. Sin duda, había algunos refugios, como el de Cicerón en Astura, y
ciertas partes de la casa eran más privadas que otras. No obstante, en muchos
aspectos la arquitectura doméstica tenía por objetivo contribuir a la imagen y
reputación públicas del romano prominente, y gran parte de los negocios públicos
se hacían en su casa. La gran sala, o el atrio, la primera habitación a la que
normalmente accedía un visitante después de atravesar la puerta principal, era
un espacio clave. Provista de doble volumen, abierta al cielo y diseñada para
impresionar, con estucos, pinturas, esculturas e impresionantes vistas,
proporcionaba el telón de fondo de muchos encuentros entre el dueño de la casa
y una variedad de subordinados, peticionarios y clientes: desde ex esclavos en
busca de ayuda hasta aquella delegación de Teos que iba de atrio en atrio
tratando de besar los pies a los romanos. Más allá de esta sala, según el plano
habitual, la casa se extendía hacia el interior, con más salas para invitados, comedores,
salones con dormitorios (cubicula) y pasillos cubiertos y jardines si había
espacio. Las paredes presentaban una decoración que hacía juego con su función,
desde un amplio despliegue de pinturas hasta paneles íntimos y eróticos. Para
los visitantes, el mayor honor consistía en ser recibidos en las partes menos
públicas de la casa. Los negocios con los amigos y colegas más íntimos podían
hacerse, como decían los romanos, in cubiculo, es decir, en una de aquellas
habitaciones pequeñas e íntimas donde uno podía dormir, aunque no eran
dormitorios en el sentido moderno. Podemos imaginar que era allí donde cerraba
sus acuerdos la Banda de Tres.
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