El negociado del ying y el yang, Eduardo Mendoza, p. 63
Un país confortable, con todas sus
peculiaridades escrupulosamente conservadas para ser mostrado al exterior,
porque el país necesitaba de la aprobación de los forasteros para soportar el
peso individual de una secreta vergüenza.
Sobre esta paulatina e
irreversible descomposición, Franco había presidido durante cuatro décadas. En
contra de la opinión oficial de sus opositores, nunca fue un fascista. No tuvo
una ideología precisa ni un proyecto de Estado. Se limitó a ser, del principio
al final, una herramienta eficaz al servicio de la España tridentina,
petrificada e in tolerante, con cuyos valores se identificaba a ciegas. Con implacable
frialdad primero y luego con paciente astucia, aniquiló a la sociedad y luego
curó las heridas de los supervivientes con un goteo de inocuos estupefacientes.
A cambio de sumisión, trabajo, sacrificios y desvelos, los españoles pudieron
ir adquiriendo un pequeño automóvil, un televisor, una segunda residencia y
otros lujos que, para ellos, constituían inmerecidas dádivas.
Con el lento paso de los años, de
aquel país que un día intentó salir del marasmo de siglos, aunque eso supusiera
asomarse al abismo, ya no quedaban ni los despojos. Incluso Franco había sido asimilado
al sosegado entorno cotidiano por el inofensivo método de recubrirlo de
chistes. Bajo un palio de imitaciones y cuchufletas, lejano, inaccesible, hermético,
convertido en un muñeco de pimpampum, Franco dejó que el paso del tiempo y su
quebrantada salud lo fueran convirtiendo en la caricatura que los españoles
preferían ver en lugar de la monstruosa realidad. De este modo la rebeldía se
convirtió en nostalgia y la combatividad, en machacona cantinela de beodo. El
ímpetu y el propósito desaparecieron para siempre.
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