SPQR, Mary Berad, p. 364
Todo cambió cuando el heredero
nombrado por César llegó a Roma en abril del año 44 a. C. desde el otro lado
del Adriático, donde había estado ocupado en los preparativos de una invasión de Partia. A pesar de los rumores y
alegaciones, y del estatus del muchacho al que Cleopatra había puesto el
apropiado nombre de Cesarión. César no había reconocido a ningún hijo legítimo.
Por lo tanto, había dado el insólito paso de adoptar a su sobrino nieto en su
testamento, convirtiéndolo en hijo suyo y beneficiario principal de su fortuna.
Cayo Octavio tenía entonces tan solo dieciocho años, pero pronto empezó a
capitalizar el nombre famoso que iba incluido en su adopción poniéndose Cayo
Julio César, aunque para sus enemigos, y para la mayoría de los escritores
modernos para evitar confusiones, era Octavianus, u Octaviano (es decir, el «ex
Octavio» ). Él nunca usó este nombre. La razón por la que César favoreció a
este joven será siempre un misterio, pero Octaviano sin duda tenía interés en
asegurarse de que los asesinos del hombre que era ahora oficialmente su padre
no se fuesen de rositas, y en que ninguno de sus muchos posibles adversarios, sobre
todo, Marco Antonio, ocupase el puesto del difunto dictador. César era el
pasaporte de Octaviano hacia el poder, y después de que un complaciente Senado
decidiera formalmente en enero del año 42 a. C. que César se había convertido
en un dios, Octaviano no tardó en alardear a bombo y platillo de su nuevo
título y estatus: «hijo de un dios». El resultado fue más de una década de
guerra civil.
Octaviano -o Augusto, como se le
conocía oficialmente después del año 27 a. C. (un título inventado que
significaba algo parecido a «El Reverenciado»)- dominó la vida política romana durante
más de cincuenta años, hasta su muerte en 14 d. C. Superó con creces los
precedentes establecidos por Pompeyo y César, y fue el primer emperador romano
que resistió hasta el final y el gobernante que más tiempo estuvo en el poder
en toda la historia de Roma, aventajando incluso a los míticos Numa y Servio Tulio.
En calidad de Augusto, transformó las estructuras de la política romana y del
ejército, el gobierno del imperio, el aspecto de la ciudad de Roma y el sentido
subyacente de lo que significaban el poder, la cultura y la identidad romanos.
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