El negociado del ying y el yang, Eduardo Mendoza, p. 330
La situación política en España
seguía estancada y muchos españoles, quizá por haberla esperado tanto tiempo,
parecían haber apurado el ciclo de la democracia y con él, las ilusiones
puestas en el cambio. Unos pocos comparaban el presente con la etapa anterior y
lamentaban la desaparición de un régimen autoritario. La mayoría distaba de
alimentar falsas nostalgias, pero reclamaba una mejora sustancial en sus vidas
cotidianas que la realidad no les ofrecía. Proseguían los actos de terrorismo y
los atentados mortales; la adaptación a las reglas de la economía de mercado se
hacía sentir, como había augurado Baltasar Ortiguella en la desafortunada comida
del chiringuito de Pals, y se sucedían las manifestaciones y las huelgas; con
la aplicación de las garantías jurídicas, los delincuentes gozaban de una
aparente impunidad, que la policía, harta de escuchar recriminaciones por su pasada
brutalidad, fomentaba practicando una taimada inhibición. Y en aquella
atmósfera de inseguridad y amenaza, las figuras políticas que habían hecho
posible el cambio ahora eran vistas con recelo.
Corrían incesantes rumores
procedentes de la capital, donde todo el mundo parecía estar en posesión de
algún secreto de Estado. La monarquía, que al principio había sido recibida con
desconfianza y más tarde con gratitud, ahora era objeto del repudio y de la
cuchufleta de muchos. Muchos se quejaban de que nada había cambiado y de que
seguían mandando los de siempre. Para un amplio sector de la opinión pública,
se había producido un cambio positivo, pero en la política española no había
medida sin trampa, persona sin doblez ni institución sin lacra. La mayoría de
la población prefería dejar las cuestiones políticas en manos de los
profesionales y un amplio sector de la juventud se sentía traicionado y se
refugiaba en una acracia contestataria y volátil, cuyas actividades no pasaban
del desplante y la jarana.
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