Melchor está todavía en su
despacho, cociéndose en el fuego lento de su propia impaciencia por terminar el
turno de noche, cuando suena el teléfono. Es el compañero de guardia en la
entrada de la comisaría: hay dos muertos en la masía de los Adell, anuncia.
-¿Los de Gráficas Adell?
-pregunta Melchor.
-Los mismos -contesta el agente-.
¿Sabes dónde viven?
-:Junto a la carretera de Vilalba
deis Ares, ¿no?
-Exacto.
-¿Tenemos a alguien allí?
-Ruiz y Mayo!. Acaban de
telefonear.
-Voy para allá.
Hasta ese momento, la noche ha
sido tan tranquila como de costumbre. A esas horas de la mañana no queda casi
nadie en comisaría y, mientras Melchor apaga las luces, cierra el despacho y
baja por las escaleras desiertas poniéndose su americana, la quietud de la
comisaría es tan compacta que le trae a la memoria sus primeros tiempos allí,
en la Terra Alta, cuando todavía era un adicto al estruendo de la ciudad y el
silencio del campo le desvelaba, condenándole a noches de insomnio que combatía
a base de novelas y somníferos. Ese recuerdo le devuelve una imall
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