El negociado del ying y el yang, Eduardo Mendoza, p. 55
Al anuncio de la muerte de Franco
siguió un periodo de angustiosa incertidumbre para los que vivíamos la
situación de lejos. De España no llegaban noticias fidedignas y la prensa local
apenas se ocupaba de lo que consideraba un acontecimiento intrascendente. Para
los americanos, como para el resto del mundo, Franco había pasado a ser una figura
anacrónica, un grotesco remanente de los temibles líderes fascistas,
desaparecidos hacía mucho, reconvertido con el tiempo en un blando lacayo de
los Estados Unidos, a cuyos dictados se plegaba con el máximo servilismo para
ser recompensado con el máximo desprecio.
Nosotros distábamos mucho de
compartir aquella visión reduccionista.
-Esto acabará mal.
-Qué va. No pasará nada. Los
tiempos son otros. Demasiada inversión extranjera, demasiada estrategia en
juego. Nadie está para líos.
-Según esa teoría, nunca pasaría
nada.
-Y así es. Sólo hay conflictos en
países dejados de la mano de Dios. Repúblicas bananeras, pequeñas regiones
africanas o asiáticas que no sabrías situar en el mapa.
A Franco lo enterraron en el
Valle de los Caídos, entre unas muestras de dolor y devoción multitudinarias, mal
orquestadas, que no convencían a nadie.
Al cabo de una semana el príncipe
Juan Carlos, al que habíamos conocido cuando pasó por Nueva York, fue coronado
en la iglesia de San Jerónimo el Real.
-Lo primero que ha hecho el tío
ha sido jurar fidelidad a las leyes del Movimiento. Estamos apañados.
-No le quedaba otra salida. París
bien vale una misa. Además, una cosa es jurar las leyes y otra, cumplirlas.
Dale tiempo.
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