El negociado del ying y el yang, Eduardo Mendoza, p. 252
Otro cambio, al que los medios de
comunicación sólo se referían de soslayo, era el que se producía en la calle.
Una vez más, Manuel Fraga Iribarne, que unos años atrás había acuñado el lema “España
es diferente”, puso el dedo en la llaga al pronunciar otra frase igual de
estúpida e igual de certera: “La calle es mía”. Después de circular durante un
largo periodo con permiso de la autoridad, ahora los ciudadanos, al margen de
la forma jurídica del Estado, del funcionamiento de la compleja maquinaria
democrática y de los derechos y libertades fundamentales, querían apropiarse de
la calle; no en un sentido abstracto, sino en un sentido literal: de las
aceras, del asfalto, de los adoquines y de las farolas.
Yo salía todos los días de casa,
sin rumbo ni propósito, simplemente porque se me caían encima las paredes y
porque no quería seguir viendo la angustia pintada en el semblante de mi madre a
causa de mi abatimiento. Entonces, vagando por los barrios, me topaba con
frecuencia, en una plaza o un simple cruce de calles, con un mitin político, una
asamblea vecinal, una función teatral o un baile. En el centro de la ciudad
proliferaban las casetas de partidos recién fundados, donde cuatro jovencitos
de ambos sexos reclamaban la atención de los paseantes sobre extravagantes planes de
acción destinados a subvertir el orden social y acabar con la autoridad, con la
familia y con cualquier otra forma de coacción. Al caer la tarde pequeños grupos
organizaban manifestaciones a las que no tardaban en sumarse tantos espontáneos
que al final habían de intervenir las fuerzas del orden con su habitual
contundencia. Gritos, carreras, empellones, golpes y algún tiro con balas de
goma coronaban la fiesta. En un par de ocasiones me encontré corriendo sin
saber hacia dónde ni por qué, y buscando refugio en un bar, donde me quedaba a
tomar una cerveza y a contemplar la batahola a través de los cristales.
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