SPQR, Mary Beard, p. 366
Y Cicerón estaba muerto. Había
cometido el error de denunciar con demasiada contundencia a Marco Antonio, y en
la siguiente ronda de asesinatos en masa que fue la mayor hazaña del triunvirato,
su nombre figuraba entre el de otros cientos de senadores y caballeros en las
temidas listas. En diciembre del año 43 a. C. le enviaron un escuadrón especial
de asalto, que le cortó la cabeza cuando se alejaba en litera de una de sus
propiedades en el campo en un inútil intento por esconderse (inútil en parte porque
uno de los ex esclavos de la familia había informado de su paradero). Fue otra
apoteosis simbólica de la República romana, que se debatió durante siglos. De
hecho, los últimos momentos de Cicerón se reprodujeron una y otra vez en las
escuelas de oratoria de Roma, donde la cuestión de si debería haber suplicado clemencia
a Marco Antonio o (todavía más complicado) haberse ofrecido a destruir todos
sus escritos a cambio de su vida era el tema de debate favorito del programa.
En realidad, la secuela fue mucho más sórdida. Su cabeza y mano derecha se
enviaron a Roma y se clavaron en la rostra del foro. Fulvia, la esposa de Marco
Antonio, que antes había estado casada con Clodio, el otro gran enemigo de
Cicerón, acudió a contemplar el trofeo. La historia cuenta que, para su
regodeo, cogió la cabeza, escupió en ella y estiró la lengua y la agujereó una
y otra vez con los alfileres que llevaba en el pelo.
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