A las siete sonó en tono bajo el
teléfono de al lado de mi cama. Me di la vuelta y luego me desperté de pronto
de uno de esos sueños intranquilos y poco profundos que experimenta uno cuando
se ha acostado tarde sabiendo que tiene que levantarse temprano. Era el
portero.
-Son las siete - dijo.
Respondí:
-Muy bien. Gracias. Ya estoy
despierto.
Luego me levanté, luchando aún
sin ganas contra una fatiga acorchada que seguía pidiendo más sueño y con una
tensión de ansiedad que me roía y me exigía acción. Al mirar a la habitación,
me aseguré. En el departamento del equipaje estaba mi viejo baúl, ya hecho y
preparado. Ahora no quedaba mucho más que hacer, excepto afeitarme, vestirme e
ir a la estación. El tren no salía hasta las ocho y media y no había que andar
más que tres minutos para llegar a la estación. Metí los pies en las
zapatillas, me acerqué a las ventanas, tiré del cordón y abrí las pesadas persianas.
Era una mañana gris. Allí abajo,
excepto un taxi o un coche de vez en cuando, el zumbido silencioso de una bicicleta
o alguien que iba andando rápidamente al trabajo, con el paso largo y cansado
de primeras horas de la mañana, estaba desierta y silenciosa la Kurfürstendamm.
En el centro de la calle, por encima de las vías del tranvía, ya habían perdido
los árboles la frescura del verano –esa profunda intensidad del verde alemán
que da a todo su follaje una especie de oscuridad boscosa, un sentido
legendario de magia y de tiempo. Tenían las hojas, ahora, polvorientas y
descoloridas. Se veía, de vez en cuando, que ya empezaba a salirles el tono
amarillento del otoño.