-Ese negro que va calle abajo
-dijo el doctor Hasselbacher, de pie en el Wonder Bar- me recuerda a usted,
mister Wormold.
Era típico del doctor
Hasselbacher que después de quince años de amistad siguiera usando el prefijo mister:
la amistad avanzaba con la lentitud y seguridad de un diagnóstico cuidadoso. En
su lecho de muerte, cuando el doctor Hasselbacher viniera a tomarle el pulso
debilitado, tal vez mister Wormold se convertiría en Jim.
El negro era tuerto y tenía una pierna
más corta que la otra; llevaba un decrépito sombrero de felpa, y por la camisa
desgarrada le asomaban las costillas,
como las de un barco desmantelado. Caminaba por la orilla de la acera, fuera de
los pilares amarillos y rosados de una columnata, al cálido sol de enero, y
contaba sus pasos al alejarse. Al pasar frente al Wonder Bar, subiendo por
Virtudes, había llegado a « 1.369». Tenía que moverse lentamente para darse
tiempo con un numeral tan largo. «Mil trescientos setenta.» Era una figura
familiar cerca de la plaza Nacional, donde a veces se detenía, interrumpiendo la
cuenta, el tiempo necesario para vender un paquete de fotografías
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