De El misterio de la cripta embrujada de EMendoza, p.142-143
-Llegada nuestra hija a la edad
de la razón –continuó el dentista-, discutimos mi señora y yo largamente y no
sin cierto encono el colegio al que debíamos mandarla. Ambos coincidimos en que
había de ser éste lo mejor que ofreciera la dudad, pero, en tanto que mi señora
se inclinaba por una escuela laica, progre y cara, yo era partidario de la
tradicional enseñanza religiosa, que tan buenos frutos ha dado a España. No
creo, por lo demás, que los cambios que recientemente han sobrevenido a nuestra
sociedad sean duraderos. Tarde o temprano, los militares harán que todo vuelva
a la normalidad. En las escuelas modernas, por otra parte, impera el libertinaje:
los profesores, me consta, se jactan ante el alumnado de sus irregulares
enjuagues matrimoniales; las maestras prescinden de la ropa interior, y en los
recreos se desalienta el deporte y se propicia la concupiscencia; se organizan
bailes y excursiones de más de un día y se proyectan películas del cuatro. No
sé si, como dicen, esto prepara a los niños a enfrentarse al mundo. Quizá se
les vacune contra los peligros, prefiero no opinar. ¿De qué le estaba hablando?
-Del colegio de su hija de usted
-le recordé.
-Ah, sí. Discutimos, pues, corno
le decía, v siendo mi señora mujer y yo hombre, tuvo ella que ceder, porque así
es la ley natural. El colegio de las madres lazaristas de San Gervasio, que
finalmente elegí, supuso para nosotros el doble sacrificio de tener que
separarnos de la nena, ya que el régimen de internado no admitía excepciones, y
de sufragar unas mensualidades que puedo calificar sin ambages de onerosas,
tanto en términos relativos como absolutos. La educación, sin embargo, era esmerada
y nunca nos quejamos, aunque bien sabe dios que el dinero no nos sobraba. Y
pasaron los años .
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