En la apacible costa de la
Riviera francesa, a mitad de camino aproximadamente entre Marsella y la
frontera con Italia, se alza orgulloso un gran hotel de color rosado. Unas amables
palmeras refrescan su fachada ruborosa y ante él se extiende una playa corta y
deslumbrante. Últimamente se ha convertido en lugar de veraneo de gente
distinguida y de buen tono, pero hace una década se quedaba casi desierto una
vez que su clientela inglesa regresaba al norte al llegar abril. Hoy día se
amontonan los chalés en los alrededores, pero en la época en que comienza esta
historia sólo se podían ver las cúpulas de una docena de villas vetustas pudriéndose como nenúfares entre los frondosos
pinares que se extienden desde el Hotel des Étrangers, propiedad de Gausse,
hasta Cannes, a ocho kilómetros de distancia.
El hotel y la brillante alfombra
tostada que era su playa formaban un todo. Al amanecer, la imagen lejana de
Cannes, el rosa y el crema de las viejas fortificaciones y los Alpes púrpuras lindantes
con Italia se reflejaban en el agua tremulosos entre los rizos y anillos que
enviaban hacia la superficie las plantas marinas en las zonas claras de poca
profundidad.
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