“Planicies curiosamente blancas, como refregadas, alternan con jardines y pequeñas espesuras de arbustos. Se miran las comarcas de abajo, en las que el pie no se posa nunca, porque en algunas, incluso en la mayoría de las comarcas no hay nada que valga la pena buscar. ¡Qué grande y qué desconocida es para nosotros la tierra¡” Robert Walter, creo yo, había nacido para ese viaje silencioso por el aire. Siempre, en todos sus trabajos en prosa, quiere remontarse sobre la pesada vida terrestre, desaparecer suavemente y sin ruido hacia un reino más libre. El suplemento cultural del viaje en globo sobre una Alemania dormida en la oscuridad es sólo un ejemplo, uno por cierto, al que se une para mí un recuerdo de Nabokov de uno de sus libros infantiles más preciados. El negro de trapo y su amigos, de los que forma parte también una especie de enano o liliputienses, corren numerosas aventuras en una novela gráfica por entregas, se van muy lejos de casa y llegan a caer en manos de caníbales. Y entonces hay una escena en la que “de infinitas tiras de seda amarilla, construyen un globo, y otro más diminuto, para el pulgarcito”. “En la enorme altura -escribe Nabokov- que alcanzó el globo, los astronautas, para sentir menos el frío, se acurrucan muy juntos mientras, apartado, el pequeño solitario, al que yo envidiaba a pesar de su terrible destino, se va alejando, sólo, hacia un abismo de estrellas y nieve.
Final de El paseante solitario, de WG Sebald
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