LOS RECUERDOS DE RUTH
Muchos de mis contemporáneos, aquellos que tienen setenta años o más, encontrarían absolutamente simplista mi convicción de que los problemas de mi sobrina Natica comenzaron el día que su familia abandonó la ostentosa mansión estilo georgiano de Smithport, Long Island, construida por mi temerario cuñado Harry en un año próspero anterior a 1929, para ocupar la modesta casa del portero, acurrucada junto a la gran entrada de la propiedad. Es verdad que las obligaciones de Harry no incluían abrir y cerrar la puerta de hierro forjado cada vez que el gran cadillac verde de los Devoe, los nuevos propietarios, o los coches deportivos de los retoños de éstos, entraban o salían; pero desgraciadamente, a los cuatro años no pudo seguir pagando el alquiler y tuvo que mudarse con mi hermana, sus dos hijos varones y Natica a una blanca y sencilla casa de madera en el pueblo. Allí se inició, a los ojos de todos menos de sus amigos más íntimos, el rápido e ineluctable proceso de integración con los “nativos” y su separación de las comunidades de veraneante neoyorkinos.
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