Uno
A juzgar por la forma en que se estaba presentando el amanecer, el día se anunciaba decididamente desapacible, es decir, hecho en parte de enfurruñados golpes de sol y en parte de helados chubascos, todo ello aliñado con repentinas ráfagas de viento. Uno de esos días en que alguien que sea propenso a padecer los efectos de los repentinos cambios meteorológicos y los sufre en la sangre y el cerebro, igual se pone a cambiar constantemente de opinión y dirección tal como hacen aquellos trozos de latón cortados en forma de bandera o de gallo que giran en todas direcciones en los tejados al menor soplo de viento.
El comisario Salvo Montalbano pertenecía de toda la vida a esta desdichada categoría humana y la cosa la había heredado de su madre, la cual era de carácter extremadamente enfermizo y a Menudo se encerraba en el dormitorio a oscuras por lo mucho que le dolía la cabeza, y entonces no se podía hacer ruido en casa y todo el mundo tenía que caminar de puntillas. En cambio, su padre disfrutaba siempre de la misma salud y pensaba siempre exactamente lo mismo, tanto con lluvia como con sol.
Esta vez, el comisario tampoco desmintió su innata naturaleza: en cuanto detuvo su vehículo en el kilómetro diez de la carretera provincial Vigata- Fela tal como le habían dicho que hiciera, le entraron ganas de volver a poner el vehículo en marcha, regresar al pueblo y mandar al caraja la operación. Consiguió dominarse, acercó un poco más el coche a la cuneta y abrió de nuevo la guantera para sacar la pistola que habitualmente no llevaba encima. Pero su mano quedó en suspenso en el aire: inmóvil y como hechizado, siguió contemplando el arma.
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