Y a mí me abrió las puertas de un mundo inesperado. Porque de repente, traduciendo a esos maestros de la narrativa anglosajona, me dio la impresión de que era capaz de intentar por lo menos algún tipo de imitación plausible de la voz, el tono y la atmósfera que aquellos autores desarrollaban con aparente naturalidad y maestría incomparable. No estaban en absoluto de moda en aquellos momentos la novela ni la narración, y menos lo estaba intentarlo a la anglosajona manera de los que durante un par de años fueron mis maestros, y cuya lección fui aprendiendo gracias a ese esfuerzo de reescritura en otro idioma que es la traducción, un taller literario incomparable. Como mucho, si alguien quería obtener la aprobación social de la gente de izquierdas, había que escribir novela de “denuncia” o adaptar las formas del neorrealismo italiano. La inmensa lección de los grandes novelistas latinoamericanos no había servido de nada, y sólo Eduardo Mendoza la aprendió y adaptó a sus propios intereses y recursos. Aparte de él, quedaba la voz solitaria de JB, demasiado singular para ser imitada, demasiado personal para crear escuela, erigiéndose como un gigantesco ejemplo, como un Himalaya temible en aquel Sáhara detestable.
Enrique Murillo: Nota del traductor a La lección del maestro, de HJ
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