La secretaria de la directora, siempre puntual, obsequiosa y dispuesta a encubrir el inevitable retraso de los menos diligentes que ella, ha tenido la precaución de disponer el escenario. Encender la luz del despacho de Carlos Prat y, presionando levemente con el índice sobre un camuflado interruptor lateral, poner en funcionamiento el ordenador para simular que él ya había estado allí y se había visto obligado a salir de repente hacia cualquiera de esas citas ineludibles durante las que no puede ser localizado. Rubia, de aspecto invertebrado, exangüe y pálida como jamás acariciada por el sol, con la música de sus amados compositores rusos del diecinueve deslizándose por capilaridad desde el iPod hasta su oreja izquierda, ella es quien suele estar de guardia para darle la bienvenida y ponerlo al día con media docena de palabras acompañadas, si es el caso, de un par de portafolios. Después de haberse pintado los labios de un rosa anaranjado que refulge en las convexidades y se difumina hacia las comisuras. Esmalte de uñas también rosa. Colores de una Naturaleza que Carlos sólo recuerda haber visto anteriormente en los dibujos animados.
Un perfume de jazmín (y... ¿lavanda? ...) inunda los pasillos mientras Emma va encendiendo, una tras otra, las luces fluorescentes, escuchando el runrún de la atmósfera en conserva que inicia su viaje por los laberínticos conductos de aluminio hasta instalarse en sus vías respiratorias sustituyendo al aire libre. Emma teme a la legionela, al hongo Aspergillus y otras enfer-
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