Presentes, Paco Cerdá, p. 171
No es digna de llamarse falangista aquella que no sienta el
ímpetu revolucionario, aquella a la que le parezcan duros los colores de la
bandera roja y negra, aquella que se asuste ante la palabra camarada. Eso lo ha
mandado Ella, la guardiana de las esencias, la sacerdotisa que custodia con
pura, rigurosa y casi sublime lealtad el fuego sagrado de la Falange. No quiere
señoritas inútiles ni lindas muñecas. Abomina de la ñoñería de tiempos pasados.
Su maquinaria de propaganda bombardea: Una mujer fascista no puede ser cursi ni
repipi ni tener el espíritu blando. Hay que acabar con cierta tradición. La
mujer honrada, la pierna quebrada y en casa. Ese refrán, dice, es consecuencia
de los siete siglos de dominación musulmana. Ahora, dice, cuando la mujer
honrada tiene deberes que cumplir se echa a la calle y la invade con su ímpetu.
Esa es la nueva feminidad de este tiempo. Las falangistas de la Sección
Femenina han superado el encargo inicial de José Antonio: una vida de sumisión,
de servicio, de ofrenda. La guerra todo lo ha cambiado. Es cierto: la guerra ha
terminado, pero la guerra no ha terminado. Sería inútil la guerra si, una vez
acabada, volvierais a la comodidad y al descanso, advierte La Mujer a sus
falangistas. La guerra no era el final, solo el principio. Al principio eran siete.
Pilar, Inés, Lola, Dora, Luisa Ma, María Luisa y Marjorie. Solo siete. Hoy son
más de seiscientas mil, un gran músculo del nuevo Estado. La guerra las ha
catapultado. Han pasado de ser una pequeña sección de un irrelevante partido a
convertirse en la organización femenina de masas más grande de la Historia de
España. Con su épica revolucionaria. Con su leyenda forjada en el yunque del
sacrificio. Durante la guerra han caído cincuenta y siete mujeres de la Sección
Femenina.
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