Nunca tuve suerte con las mujeres, soporto con resignación una penosa joroba, todos mis familiares más cercanos han muerto, soy un pobre solitario que trabaja en una oficina pavorosa. Por lo demás, soy feliz. Hoy más que nunca porque empiezo -8 de julio de 1999- este diario que va a ser al mismo tiempo un cuaderno de notas a pie de página que comentarán un texto invisible y que espero que demuestren mi solvencia como rastreador de bartlebys.
Hace veinticinco años, cuando era
muy joven, publiqué una novelita sobre la imposibilidad del amor. Desde entonces,
a causa de un trauma que ya explicaré, no había vuelto a escribir, pues
renuncié radicalmente a hacerlo, me volví un bartleby, y de ahí mi interés
desde hace tiempo por ellos.
Todos conocemos a los bartlebys,
son esos seres en los que habita una profunda negación del mundo. Toman su
nombre del escribiente Bartleby, ese oficinista de un relato de Herman Melville
que jamás ha sido visto leyendo, ni siquiera un periódico; que, durante
prolongados lapsos, se queda de pie
mirando hacia fuera por la pálida ventana que hay tras un biombo, en dirección
a un muro de ladrillo de Wall Street; que nunca bebe cerveza, ni té, ni café
como los demás; que jamás ha ido a ninguna parte
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