Lo más extraño de estar sola aquí, en París, en la sala de un museo etnográfico, casi debajo de la Torre Eiffel, es pensar que todas esas figurillas que se parecen a mí fueron arrancadas del patrimonio cultural de mi país por un hombre del que llevo el apellido.
Mi reflejo se mezcla en la
vitrina con los contornos de estos personajes de piel marrón, ojos como
pequeñas heridas brillantes, narices y pómulos de bronce tan pulidos como los
míos hasta formar una sola composición, hierática, naturalista. Un tatarabuelo
es apenas un vestigio en la vida de alguien, pero no si este se ha llevado a
Europa la friolera de cuatro mil piezas precolombinas. Y su mayor mérito es no
haber encontrado Machu Picchu, pero
haber estado cerca.
El Musée du quai Branly se
encuentra en el VII Distrito, en el centro del muelle del mismo nombre, y es
uno de esos museos europeos que acogen grandes colecciones de arte no
occidental, de América, Asia, África y Oceanía. O sea que son museos muy
bonitos levantados sobre cosas muy feas. Como si alguien creyera que pintando
los techos con diseños de arte aborigen australiano y poniendo un montón de
palmeras en los pasillos, nos fuéramos a sentir un poco como en casa y a
olvidar que todo lo que hay aquí debería estar a miles de kilómetros. Incluyéndome.
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