CHUPANDO COBRE
Siempre he sabido que algo no
funcionaba bien dentro de mi cabeza. A los seis o siete años, todos los días,
antes de dormir, le pedía a mi madre que escondiera un pequeño adorno que había
en casa, un horroroso calderito de cobre, el típico objeto de tienda de
suvenires baratos o quizá incluso el regalo de un restaurante. Y se lo pedía no
porque me incomodara la fealdad del cacharro, lo cual hubiera resultado un poco
extraño pero en cierto modo distinguido, sino porque había leído en alguna parte
que el cobre era venenoso, y temía levantarme sonámbula en mitad de la noche y
ponerme a darle lametazos al caldero. No sé bien cómo se me pudo ocurrir
semejante idea (con el agravante de que jamás he sido sonámbula), pero ya
entonces hasta a mí me parecía un poco rara. Lo cual no evitó que pudiera
visualizarme con toda claridad chupando el metal
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