Había una niebla que emboscaba lo que parecía el paisaje de un sueño, en la indeterminación de lo que podía pertenecer a otra geografía si esa niebla se despejase y el paisaje emergiera en su plenitud.
Lo que el viajero podría
corroborar era una idea que tuvo muy tempranamente, la que consideraba que la
irrealidad era la condición del arte, y que entre los auspicios de su viaje a
Celama, en la percepción primera que alentaba un presagio en la frontera de dos
ríos, más allá de la niebla y la envoltura del emboscamiento, lo irreal daría
sentido a lo que viera y descubriese.
Todo lo cual formaba parte de las
sensaciones con que el viajero había ideado su viaje a Celama y cuando ya,
entre el acopio de las previsiones, la niebla y la indeterminación resultaban
casi sustancias de la imaginación anotada en sus cuadernos sin especiales
atisbos de fidelidad, como mera constatación de lo que en sus más íntimas
expectativas significaba ya el Territorio que, al tiempo en los esquemas de la
ficción, era conocido además como el Páramo o la Llanura, y también como el
Reino de Celama en la perspectiva histórica que dotaba la compilación de su
totalidad, en la geografía y el tiempo.
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