El peligro de estar cuerda, Rosa Montero, p. 150
El alcohol es la plaga mayor de
los escritores, en especial durante el siglo XX. De los nueve premios nobel de
literatura norteamericanos nacidos en Estados Unidos, cinco fueron desesperados
alcohólicos: Sinclair Lewis, Eugene O'Neill, William Faulkner, Ernest Hemingway
y John Steinbeck. A los que hay que añadir decenas de autores más, entre ellos
Jack London, Dashiell Hammett, Dorothy Parker, Djuna Barnes, Tennessee
Williams, Carson McCullers, John Cheever, Raymond Carver, Robert Lowell, Edgar
Allan Poe, Charles Bukowski, Jack Kerouac, Patricia Highsmith, Stephen King,
Malcolm Lowry ... Los estadounidenses se han dado una maña increíble para
matarse a tragos, pero no son los únicos, desde luego; ahí están también Dylan
Thomas, Jean Rhys, Marguerite Duras, Oscar Wilde, Ian Fleming, Françoise Sagan
... Y no estamos hablando de tomarse algún día unas copas de más, sino de
verdaderas hecatombes personales, delirium tremens, destrucciones masivas de la
vida. El noruego Knut Hamsun, que ganó el Nobel en 1920, acudió a la ceremonia de
entrega tan atrozmente bebido que golpeó con los nudillos el corsé de la autora
sueca Selma Lagerli: if (también premio nobel) y, tras soltar un eructo, gritó:
«¡Lo sabía, sabía que sonaba igual que una campana!». El maravilloso poeta
británico Dylan Thomas, que murió con treinta y nueve años a causa de la
bebida, le dijo a su mujer muy cerca del final: «Me he tomado dieciocho
güisquis seguidos. Creo que es un buen récord». A los treinta y siete años,
Faulkner desayunaba dos aspirinas y medio vaso de ginebra para detener el
temblor de manos y poder ducharse y afeitarse. Cogía borracheras que le duraban
una semana, a lo largo de las cuales vagaba desnudo por los pasillos de los hoteles
o desaparecía. En una de esas ausencias alcohólicas se desmayó en calzoncillos
sobre una tubería de agua caliente y se quedó ahí hasta que el conserje derribó
la puerta. Para entonces tenía en la espalda una quemadura de tercer grado.
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