Hacia la Estación de Finlandia, E Wilson, p. 432
A pesar de su cautela natural, al
principio Lenin no poseía las dotes propias de un conspirador. Era demasiado
confiado y entusiasta. Su hermana Ana solía tener que contenerle para que no
escribiera cartas comprometedoras para los destinatarios; e incluso después de
su regreso de Siberia, cuando le resultaba vital eludir a la policía, tuvo la culpa
de que lo detuvieran otra vez, al intentar entrar en San Petersburgo por
Tsárskoie-Seló, particularmente vigilado por ser la residencia veraniega del
zar -una artimaña tan ingenua que la Ojrana no se la tornó en serio-. Sin
embargo, Lenin dedicó a la técnica de la conspiración la misma atención minuciosa
y objetiva que había aplicado antes a sus estudios de derecho; y, puesto en
libertad tras esta segunda detención, después de haber estado solo diez días en
la cárcel, y con su lista de contactos políticos escrita con tinta invisible
todavía a salvo, empezó inmediatamente a visitar a sus colaboradores y a
enseñarles a utilizar la clave.
Tampoco tenía la constitución de
toro de un Bakunin. A los veintitantos años ya sufría de tuberculosis
estomacal; y cuando en 1895 salió al extranjero para conocer a Plejánov hizo
una cura en un sanatorio suizo. La tensión derivada del exceso de trabajo
ilegal durante aquellos años hizo en él mucha mella. Ya padecía de los nervios y
estaba enfermo cuando lo detuvieron por primera vez; la estancia en Siberia
logró fortalecerle, pero la angustia de los últimos días – temía una
prolongación arbitraria de su condena- le hizo adelgazar de nuevo. Antes de
cumplir los treinta años estaba ya casi completamente calvo. Y en los años
siguientes, la angustiosa tensión ocasionada por las crisis del partido le
producía a veces graves depresiones nerviosas. Sin embargo, aprendió a
administrar sus energías y adaptarse a las vicisitudes de su vida. Durante sus
tres meses de prisión, encerrado en una celda de metro y medio por tres de
superficie y de menos de dos metros de altura, frotaba el suelo con cera cada
mañana para hacer ejercicio, y también
por higiene; y todas las noches, antes de acostarse, hacía cincuenta flexiones.
En Siberia patinaba y cazaba; solía dar largas y saludables caminatas al aire
libre, mientras sus compañeros de exilio permanecían sentados horas y Roras,
chismorreando, discutiendo y especulando mientras fumaban y bebían té.
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