El Reino, Carrère, p. 183
Sus detractores poseían
argumentos. Séneca era un caballero español que había hecho una carrera
fulgurante en Roma, lo cual dice mucho sobre la integración en el imperio: pasaba
por ser la encarnación del espíritu romano y nadie habría pensado nunca que era
español, del mismo modo que nadie pensará que San Agustín era argelino. Hombre
de letras, autor de tragedias de éxito, gran vulgarizador del estoicismo, era
también un cortesano dominado por la ambición, que conoció el favor imperial
bajo Calígula, cayó en desgracia bajo Claudio y recuperó su posición al comienzo
del reinado de Nerón. Era, por último, un avispado hombre de negocios, que
utilizó sus prebendas y sus redes para convertirse por sí solo en una especie
de banco privado y amasar una fortuna valorada en 360 millones de sestercios,
es decir, el equivalente de otros tantos millones de euros. Cuando se sabía
esto, y todo el mundo lo sabía, se estaba tentado de tomarse a guasa sus
elogios sentenciosos del desapego, la frugalidad y el método que aconsejaba
para ejercitarse en la pobreza: una vez por semana, comer un pan tosco y dormir
en el suelo.
¿Qué dice Séneca para defenderse
de estas críticas que acabaron convirtiéndose en una conjura? Primero, que nunca
ha pretendido ser un sabio consumado, sino que sólo se esfuerza en llegar a
serlo, y a su ritmo. Que incluso sin haber recorrido él mismo todo el trayecto,
es hermoso indicar la dirección a los demás. Que al hablar de la virtud no se
pone como ejemplo y que al hablar de los vicios piensa ante todo en los suyos.
¡Y, además, a la mierda! Nadie ha dicho que el sabio debe rechazar los dones de
la fortuna.
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