El peligro de estar cuerda, Rosa Montero, p. 226
La hambruna de una realidad firme
y tangible está tan extendida que muchas personas, aun sabiendo que están
leyendo ficción, tienden a creer que lo que sucede en una novela es lo que le
ha pasado al escritor. Ya he dicho que mi libro La hija del caníbal está
protagonizado por una mujer, Lucía, que es muy corta de estatura, hasta el
punto de tener que vestirse en la sección de niños de los grandes almacenes.
Pues bien, más de una vez he ido a un acto público a hablar de esa novela y
alguno de los asistentes ha exclamado con decepcionada sorpresa: «¡Pero si no
eres bajita!». Esta identificación de los avatares narrativos con la biografía
del autor suele incrementarse, me parece, cuando la obra está escrita por una
mujer, pero a los hombres también les sucede. Hay un memorable prólogo que
Vladimir Nabokov hizo a una nueva edición de su novela Lolita dos o tres años después
de la primera publicación. El escritor explicaba que, en ese tiempo, había
recibido innumerables cartas insultantes en las que se le recriminaba que
hubiera abusado sexualmente de una niña. Nabokov contaba todo esto muy
indignado, pero lo más desternillante es que lo que le sacaba de verdad de sus
casillas no era que lo confundieran con un pederasta, sino que alguien hubiera
podido creer que esa sofisticadísima y magistral construcción literaria fuera
simplemente el diario de un tarado. Por cierto, aprovecharé la oportunidad para
decir que no, que Lolita no es una obra a favor de la pedofilia, al contrario;
en las páginas finales, el autor te revuelca y te destroza por no haber sido más
crítico con el personaje. De hecho, recientes estudios biográficos sostienen
que Nabokov sufrió abusos en la infancia, y que de ahí proviene su interés por
el tema. Sea como fuere, es una novela maravillosa.
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