El peligro de estar cuerda, Rosa Montero, p. 14
Volviendo a la abundancia de
manías entre los creadores, y por mencionar a modo de aperitivo tan solo unas
cuantas, diré que Kafka, además de masticar cada bocado treinta y dos veces,
hacía gimnasia desnudo con la ventana abierta y un frío pelón; Sócrates llevaba
siempre la misma ropa, caminaba descalzo y bailaba solo; Proust se metió un día
en la cama y no volvió a salir (y lo mismo hicieron, entre muchos otros,
Valle-Inclán y el uruguayo Juan Carlos Onetti); Agatha Christie escribía en la
bañera; Rousseau era masoquista y exhibicionista; Freud tenía miedo a los
trenes; Hitchcock, a los huevos; Napoleón, a los gatos; y la joven escritora
colombiana Amalia Andrade, de quien he recogido los tres últimos ejemplos de fobias,
temía en la niñez que le crecieran árboles dentro del cuerpo por haberse
tragado una semilla (lo encuentro bastante parecido a lamer cobre). Rudyard
Kipling solo podía escribir con tinta muy negra, hasta el punto de que el negro
azulado ya le parecía «una aberración». Schiller metía manzanas echadas a
perder en el cajón de su mesa, porque para escribir necesitaba oler la
podredumbre. En su vejez, Isak Dinesen comía únicamente ostras y uvas blancas
con algún espárrago; Stefan Zweig era un obsesivo coleccionista de autógrafos y
enviaba tres o cuatro cartas al día a sus personalidades favoritas para
pedirles la firma ... Por no hablar de Dalí, que siempre fue el rey de las
extravagancias.
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