El Reino, Carrère, p. 84
Sabemos cómo se hace esto.
Comenzó hace dos mil años y no se ha interrumpido nunca. Antiguamente, y
todavía hoy en algunos ritos, se practicaba realmente con pan: el pan más
vulgar, el que amasa el panadero. Hoy, entre los católicos, son esas pequeñas
obleas blancas, de consistencia y sabor a cartón, que llamamos hostias. En un
momento de la misa, el sacerdote declara que se han convertido en el cuerpo de
Cristo. Los feligreses hacen cola para recibir cada uno la suya, en la lengua o
en el hueco de la mano. Vuelven a su sitio bajando los ojos, pensativos y, si
creen en ello, interiormente transformados. Este rito de una rareza inverosímil,
que se refiere a un acontecimiento preciso, sucedido hacia el año 30 de nuestra
era y que constituye la médula del culto cristiano, lo celebran actualmente en
todo el mundo centenares de millones de personas que, como diría Patrick
Blossier, no están, por lo demás, locos. Algunas, como mi suegra o mi madrina,
lo practican todos los días sin falta, y si por casualidad están enfermas hasta
el punto de no poder acudir a la iglesia hacen que les lleven el sacramento a
su domicilio. Lo más extraño es que la hostia no es nada más que pan. Sería
casi tranquilizador que fuese un hongo alucinógeno o un secante impregnado de
LSD, pero no: es solamente pan. Al mismo tiempo es Cristo.
Es obvio que se puede dar a este
ritual un sentido simbólico y conmemorativo. El propio Jesús lo dijo: «Haced esto
en memoria mía.» Es la versión light del asunto, la que no escandaliza a la
razón. Pero el cristiano hard cree en la realidad de la transubstanciación, ya
que es así como la Iglesia denomina a este fenómeno sobrenatural. Cree en la presencia
real de Cristo en la hostia. Sobre esta línea de cresta se opera la división
entre dos familias espirituales. Creer que la eucaristía es sólo un símbolo es
como creer que Jesús no es más que un maestro de sabiduría, la gracia una forma
de método Coué o Dios el nombre que damos a una instancia de nuestro espíritu.
En este momento de mi vida, yo me opongo: quiero formar parte de la otra
familia.
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