Detrás de la Nieuwe Kerk de Delft, en la primera casa levantada en un cruce de calles, está lo que buscamos. El taller y la tienda de un constructor de instrumentos musicales, de un luthier, un lugar en el que se obran sonidos, todavía no música. Allí, la madera adquiere forma para dársela al mundo y compensarlo. Una armonía necesaria.
Justo en la mencionada
confluencia, cerca de un edificio de no más de tres plantas que discurre
paralelo al canal, Carel Fabritius, alumno de Rembrandt y uno de los faros de Jan
Vermeer, se situó para esbozar unos apuntes del artesano que espera sentado
fuera de su comercio. Era costumbre vender en la calle, ya fueran cuadros,
especias, biblias, quesos o jaulas, que en la pintura simbolizaban el amor.
Sobre una mesa, a modo de mostrador, un laúd y una viola da gamba aguardan unas
manos distintas, aquellas que no desean tener causas con el malvivir ni los
apremios.
El cuadro está fechado en 1652;
su título, Vista de Delft con el puesto de un vendedor de instrumentos
musicales. Una obra que apenas mide lo que una caja de zapatos, un rincón de
15,4 x 31,6 donde cabe una historia. No puede dejar de repararse en el ademán
abismado del protagonista, en el gesto que no acertamos a saber si es de
incertidumbre o de simple vacío, vigilia de uno mismo. Si creyéramos en el
destino, llegaríamos a pensar que ese rostro reflexivo esconde una meditación
sobre la muerte, una premonición. Fabritius murió dos años después de pintarlo,
muy joven, en medio del estallido de un polvorín, que seguramente debió de
tiznar aquel espacio
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