Putzi. El confidente de Hitler, T. Snégaroff, p. 174
En el documental del realizador
israelí Chanoch Ze'evi Los hijos de Hitler, descubrimos el insondable
sentimiento de culpa de la sobrina nieta de Goring, del nieto de Hoss, de la
nieta de Himmler o del hijo de Hans Frank, Niklas. Lo inefable se oculta en las
manos, que no saben dónde poner, y más aún en la mirada. Ese sentimiento de culpa
fue también el de Romy Schneider; me la imagino de niña, divirtiéndose con los
hijos del alto dignatario nazi Martin Bormann, mientras su madre, no muy lejos
de allí, bromea con Hitler. «Creo que mi madre tenía una aventura con Hitler»,
le confió la actriz a la periodista Alice Schwarzef en 1976. Que el Führer
admirase a Magda hasta el punto de invitarla regularmente al Berghof es un
hecho. El idilio, en cambio, Romy se lo inventa. O puede incluso que fantasee
con ello. Las manos de Hitler sobre el cuerpo de su madre; la lengua de Hitler
en la boca de su madre ... Ella podría haber sido hija del monstruo. La
indignaban todos esos alemanes y austriacos amnésicos o, peor aún, que fingían
serlo. Entonces Romy, asqueada, plantó su conciencia en el fuego de la historia.
Quiso quemarse. Era el precio que tenía que pagar para liberarse del
sentimiento de culpa de ser. Eso, interpretar papeles de judías -Alemania la
odiaba por ello- y poner nombres hebreos a sus hijos. Cuando murió, la estrella
de David que llevaba al cuello la siguió bajo tierra.
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