Tríptico de la tierra, Merce Ibarz, p.108
Al cabo de dos semanas, cuando
las vacaciones de Navidad quedaban lejos e Irene volvía a estar en Barcelona, su
madre la llamó desde la centralita del pueblo. La abuela Lola quería verla:
cada vez estaba más perturbada, no conservaba ni una pizca de mollera. Elvira
estaba muy afectada: nunca se le habría ocurrido, decía, que aquella mujer tan
fuerte se resistiría a afrontar las cosas. Irene tenía que prometerle que no le
daría cuerda, porque todo aquello no ayudaba en absoluto. No dijo -e Irene
tampoco lo preguntó- a quién no ayudaba todo aquello, si a la abuela o a ella.
Cuando llegó a Salavai con el
coche de línea, corrió a la habitaci6n de su abuela. La anciana estaba
acurrucada en la cama; no ocupaba más espacio que una niña de diez años. Cuando
la vio, la joven se quedó sin aliento y creyó que iba a perder también el
sentido. Parecía imposible que de aquel pedacito de persona pudiera salir
ninguna voz, que pudiera comunicarse. Pero la voz de la abuela Lola no había
perdido ni un ápice de autoridad.
-Ha llegado la hora, hija. Tienes
que ayudarme, acuérdate: sin dolor. Será complicado, pero escúchame bien, que
te cuento cómo va a ir la cosa. Ha habido cambios.
Irene se agachó a su lado, su
pecho de dieciocho años pegado a la espalda de la anciana. Lola le dijo que
aquella noche había soñado cómo iba a dar a luz: sería por la oreja derecha y
enseguida tendrían que darle mucha comida, porque sería un niño que siempre
querría más. Para criarlo haría falta la leche de todas las vacas de Salavai
(ya no quedaban) y para hacerle la ropa tendrían que vaciar de algodón las
tiendas de toda la comarca (solo llegaba nailon). Pero lo más complicado de todo, dijo la vieja,
sería la educación. Si Irene lo hacía bien, cuando el niño fuera hombre podría
meterse en su boca, donde encontraría una región boscosa que sus habitantes cultivarían con
amor y armonía. Dijo «armonía» y murió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario