Aniquilación, Michel Houellebecq, p. 534
Esta concepción tontamente reduccionista de los
sociobiólogos respaldaba curiosamente una ya antigua concepción americana de la
infancia, como seguía atestiguando la novela contemporánea norteamericana:
cuanto más se reflejaban en ella, con el cinismo más repugnante, las relaciones
profesionales, amistosas y amorosas, tanto más las relaciones con los niños se
presentaban como una especie de espacio encantado, un islote mágico dentro de
un océano de egoísmo; esto todavía podía comprenderse en el caso del bebé, que
cuando acurruca su piel tierna contra tu hombro te hace pasar en unos segundos
del paraíso al infierno di las rabietas sin motivo, en las que ya manifiesta su
naturaleza tiránica y dominadora. El niño de ocho años, santificado como
compañero en el béisbol y como travieso hombrecito, aún conserva su encanto;
pero muy pronto las cosas se enturbian, como todo el mundo sabe. El amor de los
padres a sus hijos es algo constatable, es una suerte de fenómeno natural,
sobre todo en las mujeres; pero los hijos no corresponden nunca a este amor y nunca
son dignos de recibirlo, el amor de los hijos a sus padres es absolutamente
contra natura. Si por desgracia hubiesen tenido un hijo, se dijo Paul, ni a
Prudence ni a él se les habría concedido la ocasión de reencontrarse. En cuanto
llega a las orillas de la adolescencia, la primera tarea que el hijo se asigna
es destruir a la pareja formada por sus padres, y en especial destruirlos en el
ámbito sexual; no soporta que tengan una actividad sexual, sobre todo entre
ellos, les aplica la lógica de que a partir del momento en que él ha nacido
esta actividad ya no posee ninguna razón de ser, no constituye más que un
asqueroso vicio de viejos. No es exactamente lo que Freud había enseñado; pero
Freud, de todas formas, no había comprendido gran cosa de este asunto. Después
de haber destruido a sus padres como pareja, el hijo se dedica a destruirlos
como individuos, su preocupación principal es aguardar a que hayan muerto para
entrar en posesión de la herencia, como lo demuestra claramente la literatura
realista francesa del siglo XIX. Hay que darse con un canto en los dientes si
no se esfuerzan en adelantar el momento de heredar, como en los escritos de
Maupassant, que no inventaba nada, conocía mejor que nadie a los campesinos
normandos. En fin, eso es, en general, lo que sucede con los hijos.
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