Putzi. El confidente de Hitler, T. Snégaroff, p. 96
Al final del año 1924, Thomas
Mann era un hombre realizado. Mientras Hitler se pudría en Landsberg, él había
terminado La montaña mágica, iniciada poco antes de la Primera Guerra Mundial.
La novela se había publicado en
octubre y había conocido un éxito inmediato. Esa mañana de diciembre, mientras
paseaba a su perro a orillas del Isar, acababa de enterarse de que se habían
agotado los veinte mil ejemplares de la primera edición y el editor acababa de
imprimir otros diez mil.
Según su biógrafo, el teólogo
alemán Hermann Kurzke, uno de los mayores conocedores de su obra, Thomas Mann
había oído hablar de Hitler ya desde 1921. Ese verano, es decir, cuando Hitler
se había hecho con el control del partido nazi, Thomas Mann había aludido a esa
«absurda cruz gamada» en un breve texto sobre la cuestión judía. Enseguida, su
hijo Klaus había percibido el peligro de la barbarie. Ese invierno de 1924,
ambos hombres habían tomado caminos irreconciliables. Hitler había elegido la
vía que llevaba al racialismo, que se nutría en especial de los trabajos de Madison
Grant, mientras que Thomas Mann, inspirándose en la lectura de Walt Whitman, se
había decantado por la democracia y el apego por la república.
Quizá se cruzaran entonces, es
muy probable que lo hicieran, en el sendero blanqueado por la nieve que bordea
el Isar. Pero si se saludaron, debió de ser de lejos, pues cada cual sabía lo
que le reprochaba al otro. Seguramente se desafiaron con la mirada. Unos años
más tarde, Thomas Mann abandonaría definitivamente la casa que tanto le gustaba,
expulsado por aquel hombrecillo canijo que, recién salido de prisión, paseaba
junto al gigantón de Putzi.
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