David no había conocido nunca a ningún nazi. Le temblaban las piernas y se agarraba con fuerza al brazo de su pareja, Judith, que lo acompañaba en ese largo viaje.
El taxi los dejó al final de la
calle. Había que bordear el Isar, ese río impetuoso que desaparece en el
Danubio. David se detuvo un instante para recobrar la calma. A ese río, de
noche para no atraer a los curiosos, habían arrojado las cenizas de los
jerarcas nazis ejecutados trás los Juicios de Núremberg. Y las de Goring, que
se había suicidado. Contaban que el hombre al que iban a visitar esa mañana de
enero de 1973 había sido amigo suyo.
Hacía un frío cortante; sus pasos
se imprimían sobre la nieve. Unos pocos pájaros y los árboles descarnados,
abedules, fresnos, sauces y álamos plateados, los miraban pasar, insensibles a
la angustia que los embargaba. Bordearon una majestuosa mansión blanca que
había pertenecido a Thomas Mann y la casa de Ernst Hanfstaengl se alzó ante
ellos.
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