Transbordo en Moscú, Eduardo Mendoza, p. 81
-¿Es realmente William
Shakespeare un buen escritor? He ahí una cuestión no exenta de trascendencia. Mi
respuesta es clara: Wliliam Shakespeare no es bueno, es grande. ¿Dónde reside
la diferencia? Trataré de explicarlo.
Bebió un largo trago de whisky
con soda y se enjugó los labios con un pañuelo a cuadros que sacó del bolsillo
del pantalón antes de continuar su alocución.
-Probadas y admitidas están la
riqueza de su léxico, el ritmo de sus frases, la originalidad y belleza de sus
imágenes poéticas. Como dramaturgo, sin embargo, sus méritos son menos. Los
argumentos de sus obras están copiados de aquí y de allá, por lo general son
confusos, a veces banales, en ocasiones, ambas cosas. De los personajes, mejor
no hablar: Hamlet es un demente; Otelo, un necio; Romeo y Julieta, dos
tontainas excitados; Macbeth, un mangante. ¿Y los reyes? Unos delincuentes sin escrúpulos.
¿Es ésta forma de representar a la más alta instancia de la nación?
Al oír aquella severa crítica, no
se pudo contener sir Ambrose.
-¡Que me ahorquen, coronel, nunca
había considerado al pobre Will bajo este prisma!
Sin atender a la exclamación de
su consocio, prosiguió el docto militar.
-No obstante, queda la grandeza.
La cual no proviene de sus méritos literarios, sino de su autoridad. Lo mismo
sucede con las Sagradas Escrituras. La mayoría de los textos no se entienden,
pero en ellos percibimos la voz del Señor y con eso basta. Cuando Cristo se
dirige a sus discípulos y proclama: En verdad, en verdad os digo ... ¿qué
importa lo que viene luego? Por lo general, una simpleza o un galimatías. Pero
hemos escuchado la voz del Señor, y no podemos dejar de estremecernos. Y con Shakespeare,
otro tanto. Ser o no ser, ¿qué carajo significa? Nadie lo sabe. Probablemente
una idiotez. Pero uno escucha estos cuatro vocablos y de inmediato queda
deslumbrado por el resplandor de la cultura universal.
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