Cuando tenía dieciocho años, entreví
la cara de mi padre en la mía mientras daba la espalda al espejo. A veces también
he visto la de mi madre, sobre todo ahora que voy envejeciendo. De vez en
cuando asoma en el reflejo de mi propio rostro mayor. Es evidente que no somos obra
de nuestra propia creación, y que, si tenemos hijos, dejamos algo de nosotros
mismos en ellos. Es también evidente que, mucho antes de que existiera la
disciplina que hoy conocemos como genética, teníamos claro que heredábamos
ciertos rasgos de nuestros padres, rasgos que podían estar visiblemente
presentes en nosotros. El hecho de que la relación entre el genotipo y el
fenotipo no sea la de un diseño o código perfecto, no significa que George no
tenga la nariz de su tía Zelda. Por otra parte, muchos nos hemos sorprendido
«actuando” como uno de nuestros padres y hemos pensado: Oh, Dios mío, esto es
exactamente lo que mi madre solía decir (o hacer). Tiene sentido hablar de
estos rasgos como heredados o hereditarios. Un rasgo heredable no es más que un
rasgo en un hijo que se asemeja al de uno de sus progenitores, pero esta
correspondencia no tiene por qué ser genética. Los niños ricos suelen nacer de
padres ricos, pero no por ello la riqueza tiene causas genéticas. ¿Y qué hay de
los comportamientos? ¿Camino como mi madre porque crecí con ella y la vi
caminar y gesticular durante años o porque tengo una inclinación innata a
caminar de esa manera?
Te quiero más que a la salvación de mi alma
LA HEREDABILIDAD Y LAS HISTORIAS DE GEMELOS
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