Volver la vista atrás, JG Vásquez, p. 126
Una tarde, poco antes de que
comenzara la escuela, fue a buscarlo Yanduy, el amigo uruguayo, para invitarlo a
cazar gorriones. Llevaba una carabina neumática en cada mano. Afuera hacía tres
grados bajo cero, pero Sergio ya sabía que los gorriones eran una plaga: se
comían las semillas de trigo y arroz que eran del pueblo. Se decía que unos
años antes, hacia 1959, la plaga había sido tan intensa que la gente de las
aldeas se organizó para salir todos los días, a las doce en punto, con la
misión única de hacer ruido. Reventaban cohetes y hacían sonar las matracas y los
gongs y las campanas, y consiguieron armar tanto alboroto durante tanto tiempo
que los gorriones empezaron a morir de infarto, agotados por no poder
descansar. Aquel año las cosechas se salvaron de los gorriones; pero los
gusanos (de los que los gorriones se alimentaban) las invadieron y las
destrozaron, y los aldeanos tuvieron que regresar al viejo sistema de los
espantapájaros. Ahora, en el parque de los bambúes, apostados junto a las
plantaciones de las comunas populares, Sergio eliminaba los gorriones a tiros
certeros. Se había quitado los guantes para disparar mejor y el frío le hacía
doler las manos, pero sentía que estaba cumpliendo una misión revolucionaria.
Allí, junto a los pastos helados, se entrenaba para un futuro más arduo, y al
volver caminando al hotel, cuando un inglés anónimo comenzó a tirarle piedras
mientras lo llamaba asesino y le gritaba que dejara en paz a los pájaros,
volvió a sentirlo, y el pecho se le llenó de algo parecido al orgullo.
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