La anomalía, Hervé Le Tellier, p. 108
El de septiembre, a las 8.14
horas, uno de los controladores de Boston se extraña al ver que el
transpondedor del vuelo 11 de American Airlines no emite señal. Seis minutos
después, una azafata de a bordo llama al número que puede, que no es otro que
el número de reservas de American Airlines. Informa de que el avión ha sido
secuestrado y de que ha habido varios asesinatos. Cuando logran verificar su
identidad, son ya las 8.25 y un supervisor avisa al Air Traffic Control. Ben
Sliney y los controladores aéreos descubren entonces, por el eco radar, que el AA11
se dirige directamente a Nueva York. El protocolo en caso de secuestro aéreo
-olvidémonos del manual que obliga al piloto, aquí apuñalado, a marcar el
código 7500 en el transpondedor- exige avisar al cuartel general de la aviación
civil. En el cuartel general, un coordinador «especializado en secuestros»
tiene que contactar con determinada unidad del Pentágono, que a su vez debe dar
parte al despacho del secretario de Defensa, quien a su vez debe informar al
ministro, cuya decisión debe recorrer el camino inverso a través de la misma
cadena. Solo entonces los responsables del Centro de Comando Militar Nacional pueden
dar la orden de despegar a los cazas para que intercepten al avión secuestrado.
Y, como tras la guerra fría el número de bases militares ha bajado de
veintiséis a siete, las dos únicas bases que quedan en la Costa Este son la de
Otis, cerca de Boston, y la de Langley, sede de la CIA, próxima a Washington.
Como todo esto tomaría demasiado
tiempo, el 11 de septiembre de 2001 el supervisor de Boston decide, apremiado por
la situación, llamar directamente a la base militar de Otis. Al no tener
potestad para hacerlo, en Otis le piden que informe al comando militar regional
noreste, en Rome, en el estado de Nueva York. El supervisor llama y le vuelven
a decir que no está respetando el protocolo. No obstante, convencido de la
urgencia de la situación y actuando él mismo sin autorización del Departamento de
Defensa, el coronel Robert Marr pide a la base de Otis que preparen los cazas
para el despegue.
Mucho antes de que las
conclusiones oficiales de la Comisión del 11-S lo confirmen, el Pentágono sabe
que ese día todo ha funcionado mal en la cadena de decisiones. Así que resuelve
crear un grupo de trabajo interno cuya tarea sea proponer otro protocolo de
actuación en situación de crisis. Y dicho grupo subcontrata, para todo lo que
tenga que ver con la formalización, al departamento de Matemáticas Aplicadas
del Massachusetts Institute of Technology. Es entonces cuando entra en juego el
nombre de Adrian Miller.
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