Volver la vista atrás, JG Vásquez, p. 42
La escena parecía el atrezzo de
una mala obra de teatro: una carretera, algunos árboles, un sol que blanqueaba
las cosas. Allí, en ese decorado mediocre, estaban Josefina y los Cabrera,
apretujados en un Hispano-Suiza a cinco kilómetros de la frontera francesa, en
medio de ninguna parte. Pero no estaban solos: como ellos, otros muchos ocupantes
de muchos vehículos, y otros hombres y mujeres que habían llegado a pie con sus
baúles al hombro, esperaban lo mismo. Huían de la guerra: dejaban atrás sus casas;
dejaban atrás, sobre todo, a sus muertos, con esa osadía o ese desespero que le
permite a cualquiera, aun al más cobarde, lanzarse a las incertidumbres del
exilio. La frontera estaba cerrada y no quedaba más remedio que esperar, pero
mientras esperaban, mientras pasaban las horas morosas del primer día y luego
del segundo, la comida se iba acabando y las mujeres se iban poniendo más nerviosas,
acaso conscientes de algo que los hijos ignoraban. Ciertas esperas son
horribles porque no tienen conclusión visible, porque no están a la vista los
poderes capaces de ponerles fin o de hacer que ocurra lo que volvería a poner el
mundo en movimiento: por ejemplo, que las autoridades -¿pero quiénes son, dónde
están?- den la orden de que se abra una frontera. Y en eso estaban Fausto y su hermano
Mauro, preguntándose quién podía dar la orden y por qué se había negado hasta
ahora a darla, cuando se oyó un murmullo en el aire, y luego el murmullo se convirtió
en rugido,. Y antes de que la familia se diera cuenta, un avión de caza estaba
pasándoles por encima, disparándoles con sus ametralladoras.
“¡A esconderse!”, gritó alguien.
Pero no había dónde hacerlo.
Fausto se refugió detrás del Hispano-Suiza, pero enseguida, cuando el avión
pasó de largo, tuvo la sospecha de que el ataque no había terminado, y se dio
cuenta de que la parte de atrás, cuando viene un avión de un lado, era la parte
de adelante cuando el avión viene del otro. Y así fue: el avión hizo un giro en
el aire y volvió desde la dirección contraria. Fausto se metió entonces debajo
del Hispano-Suiza, y allí, con la cara contra el suelo de tierra y sintiendo
las piedras en la piel, oyó de nuevo el rugido y las metralletas y reconoció el
grito de Josefina, que era un grito de miedo y de rabia: “¡Hijos de puta!”. Y
entonces se hizo de nuevo el silencio. El ataque había pasado sin dejar
muertos: caras de miedo por todas partes, mujeres llorando, niños recostados en
las ruedas de los carros, orificios de bala -oscuros ojos que nos miran- en algunas
carrocerías. Pero no muertos. Ni heridos tampoco. Era inverosímil.
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