Transbordo en Moscú, Eduardo Mendoza, p. 368
En cambio, un siglo tocaba a su
fin. El siglo XIX había sido el siglo de las ideologías; el siglo xx había sido
el de las empresas colectivas, tan colosales como desastrosas. Fue una etapa de
guerras y exterminio, de dictaduras sangrientas y amenaza nuclear. Tanta gente
murió que los supervivientes no se consideraron afortunados, sino cobardes.
Ahora, los que crecimos a la sombra de las matanzas no podíamos entender que a
partir de un momento las hegemonías se iban a decidir en los bancos centrales y
en las bolsas de valores. Por más que el calendario sólo fuera una convención
mecánica con fines de organización, no podía negar el impacto simbólico de
aquel inminente cambio de página. Yo era un hijo del siglo xx y una parte
esencial de mí se iría con él. Por supuesto, todo seguiría igual, pero en la
época que se avecinaba, yo sería un simple huésped, quizá porque siempre me ha
costado menos entender las ideas que entender a las personas.
De Sodoma y Gomorra sólo se salvó
la familia de Lot, pero en el transcurso de la huida, la mujer de Lot volvió la
vista atrás y se convirtió en una estatua de sal. No se sabe la razón de
aquella terrible metamorfosis. Tal vez vio que después de la violenta cólera de
Jehová, en las ciudades malditas continuaba la juerga. Como el estupor la
convirtió en estatua, no pudo comunicar lo que había visto, y como la estatua
era de sal y, por consiguiente, estaba destinada a disolverse con las primeras
lluvias, ni siquiera pudo dejar un humilde recordatorio de su perplejidad.
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