Orfeo, Richard Powers, p. 44
La historia acompañaría a Peter
más que los detalles de su propia infancia. Durante el primer año del nuevo
siglo, Mahler el vagabundo, tres veces indigente -un bohemio en Austria, un
austriaco entre alemanes, un judío por el mundo sufrió una enorme hemorragia
causada por la excesiva carga de trabajo. Gracias a una operación de urgencia,
se salvó. Durante la convalecencia forzosa, se fijó en una colección de Friedrich
Rückert que contenía más de cuatrocientos poemas dedicados a sus dos hijos,
muertos a una edad muy temprana a causa de la escarlatina en el intervalo de
catorce días.
Rückert escribía poemas sin
parar, a razón de dos o tres por jornada: miles de estrofas crudas y
compulsivas. Algunos poemas nacieron ya muertos. Otros estaban impregnados de una
quietud enfermiza. Algunos se hundían en lo trillado, mientras que otros
hablaban consigo mismos en una cripta sin aire. Rückert los ocultó para su uso
privado. Ninguno se publicó en vida.
Con su reciente experiencia
cercana a la muerte, Mahler leyó los poemas como si fueran un diario perdido.
Siete de sus trece hermanos habían muerto a los dos años. Su querido hermano equeño falleció en el umbral de la pubertad.
Y ahí la guía de campo para esas
muertes. El solterón de cuarenta y un años se empapó de los cientos de poemas
como un padre abatido por el dolor.
Las canciones tomaron forma,
fueron un ejercicio de convalecencia. Luego llegó el apasionado matrimonio con
la jovencísima Alma Schindler. Tuvieron dos hijas sanas, una detrás de otra.
Cuando, durante el verano de 1904, Mahler volvió a trabajar en las canciones,
su mujer se quedó horrorizada. Era incomprensible que le pusiera música a la
muerte de unos niños cuando momentos antes había besado a sus propias hijas
para darles las buenas noches. “¡Por Dios, no tientes al destino!”, Pero tentar
al destino era la descripción del trabajo musical.
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