Avistaron África cerca del mediodía. La bruma se disipó y los yates de los millonarios europeos surgieron de la nada con banderas de Soto grande y los destellos de sus copas y vasos. Los temporeros de la cubierta superior se cargaron los fardos al hombro, animados por la idea de volver a casa, y la ansiedad de sus rostros fue desvaneciéndose poco a poco. Quizá solo fuese el sol. Los coches de segunda mano hacinados en la bodega empezaron a calentar motores mientras los niños correteaban con naranjas en las manos. La costa africana proyectaba una energía magnética que atrapaba al transbordador de Algeciras. Los europeos adoptaron una actitud expectante.
La pareja británica que tomaba el
sol en las tumbonas se sorprendió de la altitud del terreno. En las cimas se
alzaban antenas blancas que parecían faros de alambre y el verdor aterciopelado
de las montañas incitaba a alargar el brazo para tocarlas. Las columnas de
Hércules habían estado cerca, allí donde, en realidad, el Atlántico anega el Mediterráneo.
Hay lugares destinados a parecer portales que te atraen con una fuerza
inevitable. El inglés, un médico de cierta edad, se protegió los ojos con una
mano cubierta de vello pelirrojo.
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