La única persona que podría acabar de explicarme lo que sucedió no tiene memoria. Se encuentra ahora en una residencia del barrio de la Bordeta, en las últimas calles del sur de Barcelona. Un poco más abajo, la ciudad cambia de nombre y todos los edificios a uno y otro lado se sitúan en puntos limítrofes, como si fueran los encargados de marcar una frontera y no supieran exactamente a qué lugar pertenecen. En cierta forma, están en tierra de nadie.
Los ancianos que se alojan en la
residencia también se encuentran en un territorio intermedio, justo en la línea
que separa la vida y la muerte. Prolongan su existencia a duras penas, por
inercia. Aunque haya algunos que se mantengan en pie y puedan caminar por
cuenta propia, la mayoría pasa el dia entero sentado en las butacas de la sala
o durmiendo en la habitación. Casi siempre tienen la televisión encendida, pero
dudo mucho que sepan exactamente lo que sucede en la pantalla. Les alivia
escuchar una voz de fondo, como un eco lejano que les hiciera pensar que aún no
están solos. Dirigen sus ojos hacia el televisor, absortos, ladeando la cabeza
hacia abajo, con los párpados tan pesados que siempre parecen a punto de
precipitarse en un nuevo sueño.
Miran sin ver nada. A veces
hablan, pero sus frases son inconexas, vagas, como si hubieran aprendido un
idioma distinto al heredado. Más que un idioma, lo que les queda es el desecho
de un lenguaje, los coletazos de una lengua casi extinguida.
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