Iluminada, Mary Karr, p. 481
Por muy desacertado que sea,
empiezo a buscar un novio, obviando los banderines de advertencia que Patti
agita frente a mí. Leyendo las memorias de San Agustín, me topo con esta frase
seminal: Concédeme la gracia de la castidad, pero no todavía.
Y ése es mi grito de guerra
cuando reaparece David, el del centro de reinserción. Se marcha de Boston y
alquila una celda monacal con forma de caja a un tiro de piedra de mi casa.
David, con su coleta, sus botas Timberland de gánster y su pañuelo rojo que
impide que se le desbarate la cabeza. Todavia no ha cumplido los treinta y
tiene la costumbre de referirse a sus poco brillantes compañeras de cama
conocidas en las reuniones como Brigada Barbie; David debió de ver en mí, madre
soltera dentro del mundo académico, una puerta definitiva hacia un acto de purificación.
La primera vez que apareció aquel
verano, en compañía de un colega, era como un viejo amigo. Estaban buscando un
sitio barato en el que hospedarse mientras terminaban sendos proyectos de
escritura por los que habían cobrado adelanto. (Un prodigio como David estudiaba
Filosofía en Harvard por puro afán de desviarse del camino). Pasamos horas en
un chino barato, pidiendo mucho té verde y cuencos con cosas fritas hasta que
los papelillos de las galletas de la fortuna formaron una capa de confeti en la
superficie de linóleo de la mesa.
En Boston siempre habíamos
hablado de libros; nadie había leído más que David. Durante las primeras
reuniones, cuando yo me quejaba de mi incapacidad para escribir, él, desde la
otra punta de la sala, me lanzaba una mueca conspirativa. Él había editado la
tesis de Joan antes de que se publicara, y un año después, David y yo habíamos intercambiado
y comentado los primeros y sobrios trabajos del otro. Pero cuando Warren y yo
lo invitamos a casa en Pascua me pareció un estudiante perdido y tristón.
Debe de ser que en Syracuse le
pongo ojitos o me ahueco el pelo igual que una seductora de díbujos animados (¡Maaamá!),
porque poco después David empieza a petarme el buzón con abultados sobres. Él
mismo se califica de logorreico. Las palabras se le escapan de la pluma.
Escribe sus kilométricas cartas con una letra díminuta, meticulosa y ratonil,
con concienzudas notas a pie de página. No tarda mucho en declararme fidelidad
eterna, firmando las misivas como “Joven Werther” (por el trágico zagal del libro
y la ópera, enamorado de una mujer mayor).
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