Si Hollywood fue descrito como la máquina creadora de sueños, y si en última instancia el sujeto que sueña es la cultura occidental del siglo XX (y, en el momento de publicación de este álbum, la modernidad tardía), las figuras que pueblan ese sueño son los mitos de nuestra época, esos que, en la mirada retrospectiva de J.G. Ballard en Hola América, pautan su propio panteón de deidades. En la portada de Hunky Dory David Bowie es Marlene Dietrich, Greta Garbo y Lauren Bacall, y elude una vez más confrontarnos mirando hacia la cámara, a la vez que fija su mirada (pero sin intensidad) en algo que flota por encima del espacio de la representación. La imagen está coloreada artificialmente, como si fuera una fotografía del pasado vuelta a circular y el presente sólo pudiera hacerse visible en esa coloración que soñaba estrella de cine en la carátula de Hunky Dory, ahora se presenta ante todo como parte de un sueño más amplio. Aladdin Sane (1973). Quizá Bowie no estaba del todo en la portada de The Rise and Fall, o si estaba allí era por fuera de toda ubicación privilegiada, como un elemento más en la escenografía. Para su sexto álbum eligió volver a la posición central, pero quien vuelve no es “David Bowie” ya para entonces célebre estrella de rock, ni mucho menos “David Jones”, el adolescente de los suburbios de Londres que se propuso llegar a la fama, sino una criatura sintética, inhumana, de piel grisácea, apenas rosada en el rostro. Una gota de mercurio quiere caer desde su clavícula izquierda, a la vez que refleja el color naranja encendido del cabello. ¿Se trata de un androide apagado, con los ojos cerrados y los labios libres de toda humedad o humanidad? Si los ojos son “las ventanas del alma”, aqui, simplemente, no podemos saber gran cosa. El T-800 de la saga Terminator, en su inhumanídad maquíníca, al menos nos permitía reconocer una chispa de vida en la pequeña luz roja que inquietaba detrás de sus pupilas, apagada como signo
de interrupción de la consciencia
o incluso de muerte; aquí, simplemente, no podemos decidir en cuanto a una
interioridad. Y, de hecho, tampoco en cuanto a una exterioridad: el fondo es la blancura vacante absoluta, sin siquiera las
texturas del primer álbum o de Hunky Dory, y parece abrirse camino por el cuerpo
representado desde los brazos y el pecho, como si esta nueva versión de Bowie
fluctuara entre nuestro mundo y un vacío, borrando todo posible habitante del
espacio exterior/ interior. Y después está el rayo, el elemento emblemático de
la portada, que atraviesa frente y costado derecho del rostro en rojo, azul y
negro; se interrumpe al llegar al párpado superior, libre del contorno de la
ceja (allí se vuelve dientes) y sigue más allá, hasta la mandibula inferior.
Ian Chapman propone una serie de lecturas posibles: puede tratarse del “símbolo
del peligro, particularmente del peligro eléctrico”, pero también “evoca
recuerdos de la Segunda Guerra Mundial, cuando fue usado como insignia de las tropas
de élite nazis». Al mismo tiempo, “en tanto desciende del cielo, el rayo ha
sido empleado ampliamente como una metáfora de la inspiración divina o de la
comprensión repentina”. En términos de su uso sobre un rostro, podría aludir a
la esquizofrenia, la división del sujeto y disgregación de su personalidad. El
título, después de todo, que aparece en una tipografía que retoma los colores azul
y rojo del rayo, a la vez que añade una suerte de llama a manera de punto de la
i, juega con la idea de locura: “Aladdin Sane” tanto remite a Aladino (quien
podría pensarse que tuvo acceso al rayo divino encerrado en una lámpara y lo
usó, a modo de pacto faustiano, para cumplir sus deseos) como se descompone en “A
lad insane” (“un chaval demente”).
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