Una obertura pues:
Unas luces resplandecen en una casa de estilo craftsman de
un barrio modesto, a última hora de una tarde primaveral, en el décimo año del
mundo modificado. Las sombras bailan contra las cortinas: un hombre trabaja
tarde, como todas las noches durante ese invierno, delante de unas estanterías
repletas de objetos de cristal. Está vestido de calle, con gafas protectoras y
guantes hospitalarios de látex, con el cuerpo giacomettiano encorvado como si
rezara. Un flequillo beatle gris y todavía espeso le cuelga por delante de los
ojos.
Examina un libro sobre la mesa de trabajo abarrotada de instrumentos.
En la mano, una pipeta monocanal inclinada como una daga. De un pequeño vial
refrigerado extrae una cantidad de líquido incoloro menor de la que tomaría un
sírfido del brote de una monarda. La gota, demasiado pequeña para asegurar que
sigue ahí, va a parar a un tubo no más grande que el hocico de un ratón. Las
manos enguantadas tiemblan al tirar la pipeta usada a la basura.
Otros líquidos van de los matraces al cóctel en miniatura: cebadores
de aligas para comenzar la magia; polimerasas catalizadoras estabilizadas con
calor; nucleótidos que se alinean, como reclutas a las cinco de la mañana
cuando toca diana
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