Jambalaya, Albert Forn, p. 231-232
La relación de amor-odio que vive
Edward Albee con sus críticos me ha hecho pensar en la manía de interpretarlo todo.
Cuando un crítico se zambulle en los miles de páginas de los diarios de
Virginia Woolf en busca de alguna relación con la obra de Albee, está sobreinterpretando, porque la frase ¿Quién
teme a Virginia Woolf? no es suya, se la encontró pintada en la puerta de un
lavabo. Cuando un académico escribe veinte páginas teorizando sobre por qué los
protagonistas de tal obra se llaman como se llaman, está sobreinterpretando: si
le preguntara a Albee sabría que no hay
misterio, que a menudo bautiza a los personajes con los nombres de sus perros.
Una buena amiga de Albee decía que la interpretación nació cuando la ciencia
venció a los dioses. Cuando dejamos de creer en las leyendas cristianas como
algo real, cuando el éxodo de Egipto se convierte en una alegoría, empezamos a
interpretar. El significado original nos
resulta inaceptable, “¡nadie puede vagar cuarenta años por el desierto!”, y en
lugar de repudiarlo lo rehacemos, y le contamos a todo el mundo que finalmente hemos
descubierto el verdadero significado de la parábola, aunque no tenga nada que ver
con lo que dice el texto ni con lo que quería contar el autor. Esta tendencia a
construir interpretaciones ya hace 2.000 años que dura, pero en el último siglo
se ha fortalecido con el marxismo y con el psicoanálisis, según los cuales
siempre existe un subtexto,siempre hay una intención oculta. Y contra tantos
falos y tantos traumas paternofiliales es necesario recuperar en todas partes
la inocencia con la que mirábamos el arte
primigenio: ver más, escuchar más, sentir más. “En lugar de una hermenéutica,
necesitamos una erótica del arte”, defendía esta amiga de Albee, que
casualmente también fue la intelectual norteamericana más respetada de todos
los tiempos: Susan Sontag.
En la imagen "A mis críticos" de Klimt
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