Mantra, Rodrigo Fresán, p. 18-19
Martín Mantra decía que cualquier
historia -hasta la más breve e insignificante- sólo podía estar bien contada si
comenzaba con el principio de todas las cosas, con el big-bang de la cuestión,
con ese Había una vez ... original que nos incluye a todos. Arrancar siempre
desde el Vacío Absoluto e ir llenándolo de a poco y sin apuro como se va
llenando una piscina en la que uno jamás va a nadar, pero, ah, el placer de ver
nadar a otros allí, verla a ella surgiendo de las profundidades para tomar aire
y volver al fondo azul y cloro y sin prisa: ésta es una carrera con una sola
participante y una única ganadora.
No será éste el caso de lo que
voy a contar aquí. No tengo tanto tiempo ni conocimientos. Empezaré por un principio
más próximo, pero, creo, igual de trascendente. Empezaré diciendo que entonces
éramos otros. Entonces éramos diferentes, no por una cuestión de edad y de
tamaño y de ideas, sino porque los que habitan ese efímero planeta de la
Nebulosa de Nunca Jamás conocido como Infancia (la única patria posible y, al
mismo tiempo, un lugar cuyos habitantes se extinguen enseguida, un sitio que
desaparece para unos para así poder ser poblado una y otra vez por otros, por
los que siempre vienen detrás, como ocurría con ciertas ciudades aztecas
súbitamente abandonadas) son siempre animales extraños, criaturas que nunca se
quedan quietas a la hora de ser capturadas y clasificadas para el bestiario de
turno. Seres completamente distintos a los que llegan a convertirse, porque,
entonces, sorpresivamente duros y fuertes -porque es durante la infancia cuando,
contrario a lo que suele creerse, somos más poderosos y resistentes a todo-, no
sospechan que con el tiempo se irán ablandando, volviéndose más temerosos y frágiles.
Caemos desde árboles, dormimos en el suelo, sangramos poco, cicatrizamos
rápido, nos revolcamos felices en nuestra propia mierda, lloramos de risa, las
enfermedades apenas se detienen en nuestro cuerpo a beber un cocktail febril y
siguen su camino, nos encanta cumplir años porque ese día confirma la brevedad
de lo que ha sido y el infinito de lo que será y todavía está tan lejos esa primera
noche en que, por primera vez, dejamos de pensar en el futuro para refugiarnos
en una imprecisa revisitación de nuestro pasado. Cuando somos nuevos no
envejecemos: crecemos.
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