Conversaciones con Albert Speer, p. 74
El autodidacta Hitler sentía
especial predilección por las metáforas procedentes de la Antigüedad. Decía que
Pericles era su modelo; como conquistador se igualaba a Alejandro; se
identificaba con César como fundador de ciudades, y trazaba su genealogía hasta
Federico Barbarroja y Cosme de Médicis, el pater patriae. Así, después de
Stalingrado, se remitió a las naves quemadas de los griegos para justificar su
oposición a construir un puesto de recepción para las unidades del ejército.
Hacia el final de la guerra adujo constantemente ese mismo modelo, sobre todo
durante las continuas discusiones acerca de la construcción de una fuerza de
cazas y su empleo contra los «ataques de terror» de los aliados en el verano de
1944. Cada ciudad destruida era como una nave quemada, dijo una vez; bien
mirado la destrucción nos ayuda, y además reconstruiremos las ciudades más
bellas de lo que fueron jamás. Y cuando en marzo y abril de 1945 el cerco se
estrechó en torno a Berlín, solía referirse a Leónidas y los espartanos, los
cuales, hallándose en una situación desesperada, siguieron luchando hasta el
fin, o a los ostrogodos acorralados en el Vesubio. “Autosugestión a través de
los mitos” es como lo llamaba, dijo
Speer. Y además de todos estos modelos clásicos, añadí, también tenía a su
disposición a Federico el Grande y Richard Wagner con todo su personal heroico
y dominado por la manía del ocaso.
Speer dice: Lo que él denomina
«magia» de Hitler sin duda tiene que ver con su lado amable, con su encanto y
la cordialidad relajada que al menos durante los años treinta mostraba al tratar
con arquitectos, actores, cantantes y, especialmente, las divas del cine.
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