Mantra, Rodrigo Fresán, p. 128-129
La Ciudad de Martín Mantra. Puedo
verla agitar sus patas bajo el smog del amanecer que no la fumiga sino que la
fortifica. El Imperio azteca que yo vengo a reconstruir por orden y gloria de mi
Señor está compuesto por miles de palacios de la memoria dedicados a un solo
nombre y a todo lo que rodea ese nombre y, ahora sí, un breve momento de
electricidad en mi cerebro sin energía y recuerdo cómo seguía y cómo terminaba
aquel episodio perdido para siempre de Dimensión desconocida que vi hace tanto
tiempo: el hombre descubre que ha llegado a las playas de México diez años
antes que Hernán Cortés, se hace pasar por Quetzalcoatl, acepta la equivocación
y se queda a vivir con los aztecas. Les enseña a hablar español, les habla del
espanto de las armas de fuego y de la belleza de los caballos. Se hace amigo de Moctezuma y le dibuja en una pared de
piedra la genealogía real española para que la memorice en las largas tardes de
algo que parece un verano eterno. Le explica que, cuando llegue Cortés, deberá
decirle que su pueblo es católico y que no sabe nada de sacrificios humanos. Le
instruye en la lentitud de las misas y en dejar de rezar mirando a todos los
dioses de su cielo. Moctezuma accede a todo lo que le pide con una sonrisa
entre divertida y paciente. Cuando Cortés desembarca y se encuentra con un
emperador azteca que le pregunta en perfecto español de Castilla cómo se
encuentra la reina, Cortés, desconcertado, se enfurece, quema sus naves y
avanza a sangre y fuego sobre Tenochtitlan. El viajero del tiempo contempla el
fin del Imperio escondido entre los árboles y, tan misteriosamente como partió,
regresa a su época a morir de una enfermedad tan misteriosa e inexplicable como
lo son ciertos recuerdos.
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